La ùltima pincelada en Venecia
Es de tarde y las calles en Venecia están adormitadas como si un sedante se hubiese derramado por la ciudad. Sin embargo, me cuesta trabajo diferenciar si es que la ciudad verdaderamente esta así, o es producto de mi vista cansada lo que me hace verla de ese modo. Dejo atrás esa idea y me dispongo a salir como de costumbre a pasear por las galerías de retratos que me suelen engatuzar cuando estoy camino a la Plaza San Marcos. Los retratos que en la galería aprecio son de los mejores, y el pintor que las plasma es un hombre que se deja ver continuamente, aunque es lo suficiente arrogante como para hablar con él. Así que reservo mis comentarios para una especie de libreta casera en la que apunto mis opiniones y, sin duda, mis sensaciones sobre cada lienzo. Termino el camino y de pronto estoy nuevamente en casa. Pongo los tulipanes en un florero, el mismo que después veré quebrado en el piso. Ahora no me explico que está ocurriendo, pero los gritos invaden y magullan mis oídos. Las voces se enfrentan pero no se entrelazan por el sentido que cada una toma. Mi noción pierde horizonte y se ahoga en la incertidumbre. Los gritos no cesan y en cuanto pueden se apoderan del lugar, sin dejar espacio libre por algún rincón de la habitación. De inmediato se ha sembrado en el ambiente una tensión que entraña mis sentidos y acaba por derribarme.
Me permito sentarme como si mereciera un descanso indefinido. Ya en la cama me arrincono contra la pared en busca de una esquina para refugiarme. Por temor a perder la vida en un instante, contraigo mis piernas como para no dejarlas caer a un abismo. Mis brazos atinan a abrazar las sabanas que envueltas me ofrecían protección. Es agobiante la sensación en ese momento, la respiración toma descansos y la vista guarda recelo de ver hacia al frente. Mi cuerpo sentado sobre la cama no cobra movimiento y aunque la mente ordene imperativamente, las extremidades desobedecen la intención. En mi mente solo estoy pensando en cubrirme del peligro, del miedo y del terror. A lo lejos, siento el viento soplando fuerte, entra por la ventana y con el trae el nervisiosismo que termina por invadirme por completo. Intento buscar escapatoria alguna que me libere de esta quietud interminable. Ya nada tiene lógica, se desmorona de inmediato toda idea que se quiera erigir en mis pensamientos. Se inicia un conflicto de recuerdos, culpas, presiones y demás sensaciones que batallan sin cesar. Es como si un recuento en mi memoria trajera a ella imágenes de lo vivido últimamente con lo de hace varios años atrás. Intento sacudirme, despertar, saber si estoy soñando o si se trata de una de las pausas que hago cuando quiero escribir y estoy en busca de inspiración. Tengo miedo de levantar la mirada, de abrir los ojos a la realidad, no sé después de eso que habrá, solo puedo concebir temor de sentirme en peligro. Quiero cubrirme de lo que atienta contra mí, las siento y no solo son voces, también son manos que enérgicamente me están señalando y se empuñan tomándome como destino. Algunas apuñalan fuertemente, otras y apenas se dejan sentir, pero igual hay dolor. El corazón ya no logra contener el abatimiento quiere gritar pero el miedo de morir en el acto, pone el freno exacto a la situación.
Luego de estar conteniendo por largo rato todo el temor que me aquejaba me atreví a moverme ligeramente. Y es que es incontable la sensación de no saber que ha sucedido, no tenia conmigo respuestas a lo acontecido. No logro explicarme porqué en este momento de agonía viene a mí la conciencia e interpela mis actos y decisiones. La caída del cuchillo de la mano débil que lo sujetaba y el deseo afanoso que lo incitaba terminan por narrar el hecho.
Finalmente recobro la conciencia y vuelvo a mí, decido revelar en definitiva lo que mis ojos no se atreven. Levanto lentamente la mirada y aunque mis ojos oponen resistencia, trato de mantenerme firme en mi posición. No es fácil lidiar con el deseo y el temor. Así, lo primero que veo es a un hombre que me convirtió en deseo puro de sensaciones endebles. Un hombre que supo esculpir en tinta de color mis diversas facetas, que aunque creadas a su apetito, me representaban. Un hombre que me hizo sentir luz interminable cuando andaba por las calles y era reconocida por mi presencia en los retratos. Aquel que en todas y cada una de sus obras me moldeaba en posiciones durante horas para ser perpetuada en pintura y color sobre un lienzo prisionero de mí ser. Es ahora este el mismo hombre que yace en el piso a causa de la muerte que invadió mi mano con la misma fuerza como cuando el sujetaba el pincel.